Escribir en caliente tiene ventajas e inconvenientes: la indudable visceralidad de aporrear la tecla como si los dedos cobrasen vida propia, las ideas apelotonándose y decenas de conceptos volando arriba y abajo en la página, con la peligrosidad de pasarse de frenada en alguna ocasión. También escribir en frío tiene pros y contras: la reflexión, la pausa, el acopio de datos, con la problemática de quedarse corto quizá, de no saber llegar al núcleo emocional que pretendías.
Pepe Ibáñez nos ha dejado y no tengo ni idea de cómo empezar este texto. Pasan las horas y los sentimientos se enfrían, una ayuda bienvenida para darle orden a los pensamientos. La última despedida a uno de los impulsores más importantes que tuvo el futfem en la ciudad de Valencia tuvo lugar este sábado y, aunque no estaban todas, sí una nutrida representación de aquellas pioneras acudieron a darle su último adiós.
Un cartel elaborado por ellas con motivo de su homenaje en 2017 estuvo bien presente durante toda la jornada en el tanatorio y también en la misa funeral. «¡Gracias, Ibáñez!» junto a un gran número de fotografías de aquellos duros años en los que el futfem luchaba con uñas y dientes no ya por tener reconocimiento, sino meramente por tener derecho a su existencia. Hablamos de una época en la que no había equipos, no había organización, no había campos de entrenamiento, no había competiciones… Por no haber, en ocasiones no había ni siquiera botas para jugar.
Pero ellas salieron adelante. Las chicas, algunas de ellas apenas adolescentes, salieron adelante. Y consiguieron campos para entrenar. Y se organizaron. Y formaron equipos y clubes. Hace más de treinta años de aquel despegue, pero el avión todavía no ha llegado a las cotas que todos desearíamos (aunque estamos ya cerca del objetivo).
Empujando aquel proverbial avión estaban ellas, las pioneras, y gente como Pepe. Que invirtieron desinteresadamente tiempo, dinero y mucho esfuerzo en promover ese fútbol femenino del que nadie había oído nunca hablar.
Algunas de ellas me llevaron en brazos cuando yo era apenas un recién nacido. Mi padre, Paco Polit -siempre repito lo mismo, yo solo soy heredero de un nombre que trato de honrar cada día-, fue el entrenador de la primera Selección Valenciana de futfem allá por finales de los años ochenta. Y lógicamente, era amigo de Pepe Ibáñez. Pasé muchísimas noches en la Taberna Vasca Che en el centro de Valencia cuando mis padres acudían a tomar algo e, irremisiblemente, acaban hablando de fútbol con Pepe y su familia. Una familia (Mari Ángeles, Carlos, Jose María, Belén) que estos días trata de sobrellevar una pérdida inmensa, colosal, en consonancia con la labor infatigable y altruista que llevó a cabo durante tanto tiempo.
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De aquellos primeros locos reunidos para ayudar a ‘las chicas’ -me vienen a la mente también Berna Molina y la entrañable Merchina Peris– cada vez quedan menos. Papá nos dejó en 2006, Pepe lo hizo antes de ayer. Pero recuperar su amistad fue una de las mejoras cosas que me ocurrió en los últimos cinco años. Tras el fallecimiento de papá había perdido contacto con la familia Ibáñez hasta que, una mañana de Fallas de 2016, no se muy bien por qué, una caminata por la Avenida Reino de Valencia lo cambió todo. Recibí el impulso, cual rayo tractor de una nave galáctica, de desviarme del camino y asomarme a esa taberna que hacía tantos años que no visitaba.
Y allí estaba Pepe. En la barra, hablando con un cliente mientras su hijo Carlos, heredero de la tradición familiar, servía una caña detrás de la ídem. Me acerqué a ellos y le dije: «No te acordarás de mi». Y vaya si se acordaba. «Es que eres igual que tu padre», me contestó al instante. Y así, como si no hubiese pasado el tiempo, la familia Ibáñez regresó a mi vida. La mejoró, sin ninguna duda.
Allí empezamos a idear el Memorial Paco Polit que se celebraría a finales de ese mismo año; allí viví presentaciones de libros, como el de JR March; allí se presentó la candidatura de Salvador Gomar a una presidencia de la FFCV de la que Pepe había formado parte años atrás. En todo ese tiempo, Ibáñez ya luchaba contra la maldita enfermedad. Casi tres años lo hizo a escondidas, sin que le notásemos nada, con su familia como únicos conocedores de la situación. Era su deseo, y lo obtuvo. Repito: nadie notó absolutamente nada. Ni siquiera cuando fue ovacionado, junto a sus chicas, aquella noche del 8 de noviembre de 2019 en la Plaza de Toros de Valencia. El sueño de aquellos locos se había hecho realidad.
Hay pocos dolores comparables al de la muerte de un padre. Más aún cuando tu padre es tu mejor amigo. Tiendes a buscar apoyo y consuelo en la gente que le conocía, que le comprendía, esperando recibir un poco de aquel espíritu del que no está presente. La muerte de Pepe Ibáñez pesa muchísimo porque supone otro pedacito más de papá que desaparece. No del todo, porque la gente inolvidable como Ibáñez permanece por siempre. Pero sí nos deja ‘tocados’, porque gente así queda poca.
El único consuelo es saber, con absoluta seguridad, lo mucho que ambos hombres de fútbol -reunidos tras catorce años- estarán ahora disfrutando de que aquellas ‘niñas’ que vieron luchar hace más de treinta años sean ahora auténticos iconos. Mujeres fuertes y aguerridas que capitanean, como entrenadoras o consejeras, las imparables nuevas generaciones de chicas futbolistas en su inevitable conquista de la total igualdad. Y todo empezó con un grupo de chicas, una taberna y un sueño ya no tan imposible. Gracias, Ibáñez.