Dentro de la compleja red de individuos y personajes variopintos que suelen formar parte del fútbol base, existe una figura indescifrable a todos los niveles. Nadie sabe por qué están allí, qué motivación les lleva a hacer lo que hacen y, por supuesto, cómo ponerles freno. Hablamos de los ‘desfaenaos’ que ocupan las gradas de los campos de fútbol cada fin de semana.
El retrato robot de un ‘desfaenao’ no ofrece lugar a la duda, y cualquiera que no se ciña a esta descripción -particularmente a sus ‘cualidades’ menos edificantes- puede considerarse fuera de esta denominación. Hablamos de gente por lo general joven, entre 15 y 35 años, cuya principal ocupación es la de no estar ocupado. No suelen estudiar ni trabajar, y por eso pasar la tarde del sábado o del domingo en compañía de unos colegas sentados en una grada de cualquier campo viendo fútbol es un divertimento como cualquier otro.
Los ‘desfaenaos’ tienen como seña principal la de no adscribirse necesariamente a unos colores o a un escudo. Tampoco les gusta la soledad: se sienten desprotegidos, necesitan el respaldo de su grupo para atreverse a hacer las cosas que hacen. No van a un campo de fútbol base a deleitarse con el partido o a apoyar a uno de los equipos: su objetivo es otro, y suele quedar claro a las primeras de cambio. Gritos, jaleo, insultos -sea al equipo local o al visitante-, amenazas, violencia verbal o física… Y todo mientras se recuestan en su silla, se apoyan en el escalón de cemento despreocupadamente o sacan de su bolsillo el material necesario para liarse un porro.
A partir de ese punto, al ‘desfaenao’ no sólo se le oye o se le soporta: también se le huele.
Necesitan poco, o nada, para ‘saltar’. Cualquier tarjeta, protesta, enganchón entre dos jugadores, penalti, gol, celebración o incluso el pitido final basta que, animados por el ‘subidón’, se atrevan a saltar al césped a insultar, amenazar o golpear. O se queden merodeando alrededor de un campo a la espera de que los jugadores o técnicos salgan fuera del recinto. Su aportación positiva en el espectáculo del fútbol base o fútbol regional es nula. Cero. Sin embargo, el daño que son capaces de hacer a un club o a una localidad es enorme.
Lo venimos viendo en las últimas semanas en campos de la Comunitat Valenciana. Los clubes locales, en la mayoría de ocasiones, son incapaces de hacer nada por detenerles. Pura impotencia. La responsabilidad no debe recaer en ellos. Y, si nos apuran, tampoco en las corporaciones municipales.
Los únicos culpables de que haya aficionados (demasiado generosa esa palabra) empeñados en acudir a la grada en partidos cada fin de semana a ‘reventar’ su celebración son sólo ellos.
Queda claro, pues, que nada bueno puede salir de ahí. Que ese perfil de individuo es tóxico para cualquier grada. Que provoca un efecto imitación en los más pequeños o los más influenciables, ávidos de esa sensación de seguridad y de formar parte de un grupo. Y que son culpables en muchas ocasiones de que situaciones de juego en cualquier partido se descontrolen y acaben en violencia, agresiones o batallas campales.
Las fuerzas del orden, ayuntamientos y Federación deben trabajar de manera conjunta. Ser originales e implacables. Quizá crear un registro (a través del carné de identidad) para identificar a cualquier asistente a un espectáculo deportivo. Localizar a los ‘desfaenaos’ agresivos que acuden a hacer el mal. Y expulsarles para siempre de dichos campos, polideportivos y pabellones. Demasiado protagonismo les hemos dado ya: su mera existencia amenaza a un fútbol base que, de no poner freno a este tipo de sujetos, acabará celebrando sus partidos a puerta cerrada.