Gracias, papá

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Todo empezó con una pelota.

No recuerdo la edad que tenía, ni dónde estaba. Recuerdo algo redondo. Algo que me llamó la atención. Años después supe que habías tenido mucho que ver. «Tu padre te ponía cientos de pelotas en la cuna, estabas rodeado», me recordaban en la familia. Era inevitable, pues, que sintiese deseos de patear ‘eso’ redondo en cuanto empecé a caminar.

La historia se escribe con un Adidas Tango robusto como pocos pero baqueteado tras años de trote. Es el primer recuerdo, pero luego vendrían más. Aquellas primeras botas ‘de verdad’ y las horas que pasaste sentado a mi lado explicándome que la piel había que cuidarla, y que ese bote que olía tan raro era grasa de caballo: aplicársela cada cierto tiempo las dejaría como nuevas, y eso tenía que aprender a hacerlo desde el primer día. «Ah, y cuidado con los tacos. Pinchan». Eran otros tiempos; ahora, alucinarías con las botas que se fabrican en la actualidad. Mil veces más modernas. Quizá, mil veces menos auténticas.
Llegaron los primeros partidos, el frío de la mañana un sábado a primera hora mientras, con 8 años, nos arremolinábamos en torno al entrenador en un campo de tierra perdido de la mano de Dios. Nos daba instrucciones, nos exigía esfuerzo y nos pedía, sobre todo, que nos divirtiésemos. Ahora que lo pienso, esos madrugones debieron ser duros para alguien que trabajaba tanto el resto de la semana. Un sacrificio que todos los padres hacían con gusto. Los padres, y el entrenador. El entrenador, cómo no, eras tu.

«Qué suerte tener al míster en casa», me decían los compañeros. En aquel momento no lo pensaba demasiado -era un crío, después de todo-, pero así era: la mayor de las fortunas. Un Betamax con los cabezales gastados de tanto grabar fútbol dio paso al último grito tecnológico (el VHS) y cintas y cintas y cintas de partidos apiladas en el armario. El comedor era un caos de libretas, apuntes, tácticas y esquemas, para desgracia de mamá. En la tele de casa había fútbol a todas horas, como un salvapantallas verde con hombrecillos en constante movimiento. Incluso los dibujos animados («Oliver y Benji») compartían temática. Era maravilloso.

Allí descubrí, sentado a tu lado, a los Van Basten, Platini y a un tal Maradona. Viví mi primer Mundial pegado a la tele (Italia 1990), y trasnochamos juntos en EE.UU. 1994 para ver a España empatar contra Corea del Sur. Me explicaste, cuando el codazo de Tassotti, que era el destino de la Selección. «Jugar bien, luchar, y nunca tener premio», me dijiste resignado.

Te hubiese encantado ver a Luis y a sus chicos quitarte la razón, 14 años después.

Todas las grandes historias se escriben a base de esfuerzo, tesón y constancia. Con esas tres cualidades en el zurrón, un gran dosis de talento y una pizca de suerte son lo único que falta para triunfar en aquello que te propongas. Sí, también en el fútbol. Todos los grandes jugadores de la historia han demostrado poseerlas. Y todos ellos tuvieron detrás a un padre para inculcarles la pasión por el deporte, enseñarles los valores de compromiso, entrega y compañerismo necesarios, ayudarles en sus malos momentos, apoyarles durante su travesía y celebrar junto a ellos sus triunfos y victorias.

En todos los casos, todo empezó con una pelota. Y, detrás de ella… estabas tu. Gracias, papá.

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