Ser padre, un deporte de élite

Me planteo varias preguntas al empezar a escribir este artículo. La primera es desde dónde crío a mi hijo. ¿Desde el amor o desde mi ego? ¿Qué es lo que más importa, que él o ella sea feliz, esté tranquilo, o que yo cubra mis expectativas como padre, persona y ser social? ¿Qué papel juega mi pareja cuando pienso y actúo en las pautas de desarrollo social, emocional, de valores de mi hijo? ¿Qué significado tiene el éxito como otros valores sociales cuando miro el futuro de mi hijo? ¿Qué es ser una persona con éxito, con poder? ¿Cómo influye mi pasado y como me criaron, en mi actitud hacia mi hijo?

En la relación hay aspectos importantes, esenciales, que están sustentados en el amor. Hay una frase de Jaume Solier que sintetiza lo que quiero expresar: “La forma en que nosotros podemos expresar nuestro amor puede no ser la forma en que el otro necesita ser amado. Esta cuestión sólo puede resolverse mediante una buena comunicación que permita la adaptación entre las necesidades y deseos de las dos personas”. Y otros que están basados en el ego, aquello caprichoso, no sostiene el análisis, simplemente me gusta, quiero, me hace ilusión, espero del otro, me hace sentir cómodo, primero yo, segundo yo.

Un primer aprendizaje en este proceso se da al empezar a valorar la importancia de la calidad del encuentro que se produce en el contacto. Podemos revitalizarnos o hundirnos en la desgracia, porque no es el encuentro, ni lo que se diga o haga en él, si no cómo tomamos lo que allí sucede ya que se despiertan temas importantes qué abordar y a veces no estamos preparados para afrontarlo.

Aquí viene otro aprendizaje: lo que hacemos y decimos desde el corazón y con amor, bien dicho y hecho está. Esta actitud nos brinda tranquilidad, nos libera del fantasma de la culpa, porque permite respaldarnos, valorarnos como padres, valorar nuestros sentimientos y, menos mal, rectificar y reparar si fuera necesario algo que dijimos o hicimos que hizo daño a nuestro hijo. Lo cual da pie para reflexionar sobre otro aprendizaje: tanto nosotros como nuestros hijos estamos frente al reto de ser felices en la vida, y aceptarla con errores y aciertos es uno de nuestros instrumentos más poderosos.

El vernos y aceptar que también somos vulnerables, nos acerca a la humildad que requiere el saber que no somos todopoderosos, ni perfectos, ni súper padres. Aquí sería interesante preguntarnos: ¿qué es lo que yo valoro de mi relación con mi hijo? Tener una presencia donde sienta mi poder patriarcal donde el argumento puede ser a veces explícito, a veces maquillado (yo mando, yo controlo, se hace lo que pienso que deben ser las cosas, sin negociar, escondo mi miedo a que no haga lo que quiero y al final no sea como yo pienso, deseo y quiero) o manifestar mi presencia desde la permisibilidad donde dejo hacer y dejo pasar sin límites porque creo que así mi hijo me va a querer y además compenso la atención que no le brindo por el tiempo que paso en el trabajo y/o estudios; o por el contrario, tener una presencia desde mi poder amoroso, en donde mi principal intención es que sea él mismo, que no tengo que utilizar la violencia ni la fuerza para educarlo, que el principio de libertad con límites no me tiene que hacer sentir culpable, todo lo contrario, la firmeza de marcar los límites le da a él tranquilidad y seguridad y a mí también. Ambos, o mejor dicho, la familia lo necesita.

Esto me hace pensar en otro aprendizaje: ¿cómo repetimos los modelos familiares? Una forma de verlos puede ser en las exigencias que tenemos con nuestros hijos. ¿No será acaso lo mismo que me exigieron a mí, lo que me dijeron directa o indirectamente que debería ser o hacer? Estos mandatos se almacenan en nuestro inconsciente, por lo que no nos damos cuenta fácilmente, algunas veces es necesario pedir ayuda profesional, pero un paso práctico para aproximarnos a ellos puede ser el darse la oportunidad de parar, oírnos, qué y cómo hablamos, a veces no podemos solos. Hablar de lo que pasa en lo cotidiano con el otro, no desde la queja, el victimismo, el buscar que me den la razón, sino el de buscar otra mirada, que me permita verme cómo actúo automáticamente en ciertas ocasiones, este hablar que no me empuja a la culpabilidad sino a tomar lo que considero me será útil para mejorar mi relación y actuar en consecuencia.

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En la consulta, como psicólogo, me encuentro con padres conflictuados por la maraña de exigencias que imponen a sus hijos y estos a ellos, sin comprender ni saber qué hacer frente al comportamiento de los hijos, al de ellos mismos, y por supuesto frente al ambiente familiar cada vez más estresante. En el proceso terapéutico encontramos, la mayoría de veces, la presencia de mandatos parentales o de figuras representativas de la infancia o adolescencia. Estas exigencias se caracterizan por ser mandatos impuestos a los cuales se nos dijo que teníamos que cumplir, estas frases que ‘tragamos’ sin reflexionar, porque tenemos la necesidad de ser queridos y por lo tanto aceptamos ciegamente, pensando que de esa manera nos van a aceptar.

De pequeños no tenemos las herramientas para actuar de otra manera, la dificultad viene cuando somos adultos y nos hemos convertido en autómatas de esos mandatos erróneos: muchas veces escuchamos decir “equivocarse es de perdedores, de fracasados”, el mandato implícito de esta frase sería “sé perfecto, sé triunfador”, incorporado inconscientemente en nosotros se convierte en la guía de cómo vamos a dirigir nuestra vida y por supuesto cómo vamos a criar a nuestros hijos.

¿Qué le sucede si su hijo juega al fútbol y no acierta al lanzar un penalti, no es tan “bueno” como usted quisiera, o como otro compañero del equipo? No es que no volvamos a equivocarnos, ni a sentirnos mal, ni a repetir mandatos o patrones impuestos en nuestra formación con nuestra familia de origen, eso es un largo camino hacia el interior de nosotros mismos, detenernos a sentir con honestidad y sinceridad, sobre todo sin prisas, qué emoción real del presente conecta con las voces de mi pasado, ya es un gran paso, porque mientras hacemos eso no estamos “reaccionando” sino que estamos en nosotros.

Podremos acompañar a nuestros hijos respetuosamente, y juntos construir una relación disfrutable y amorosa. Y como todo deporte de élite, requiere entrenamiento diario, paciencia y respiración fluida.

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